CORAL BRACHO: HACIA UNA POÉTICA DEL SER - (CORAL BRACHO: TOWARDS A POETICS OF BEING)
Gloria Vergara
University of Colima, Mexico
e-mail: glvergara@ucol.mx
AGATHOS, Volume 2, Issue 2 (3): 104-111
© www.agathos-international-review.com CC BY NC 2011
Abstract: In this article we review the work of Coral Bracho as a poetics of being. Inserting into the Mexican tradition, the poet constructs the way of interiority. Everything happens at the moment: life and death. And in that full time, people are around and within the Being, they are part of the dynamism of the universe. Being dreams, hopes, struggles, convulses, and finally reaches the elasticity of time to join the other, the beloved one. But the Being is diffused in the sperm of time and has the mark of that “Being-going-to-die”. In this “oracle” the erotic and the divine join; the body is the temple, the night, the space of delirium. The body is also the seed and core, the humus, the edge and halo. It mixes the impulses of life and death, overlooking the archetypes of time.
Keywords: Coral Bracho, poetics, being, time, interiority
Porque todos circulan en sus aspas, porque
nadie se acerca
porque el borde es la fuerza del abismo que absorbe.
Peces de piel fugaz
Coral Bracho1 es heredera de una tradición poética de tono existencialista que se puede definir desde Xavier Villaurrutia a Jaime Sabines. No es la pregunta por el ser, sino lo sensible del ser lo que se manifiesta en esta vertiente de la poesía mexicana. La imagen, en este sentido, es un asidero, un refractario contenedor de los impulsos primarios de la vida. ¿Cómo no pensar, en esta carrera contra el tiempo, en los nocturnos de Nostalgia de la muerte; en las imágenes concatenadas de “Nocturno de la estatua”, en donde Villaurrutia nos entrega la más alta nota de su búsqueda? ¿Cómo dejar a un lado “Horal”, de Jaime Sabines, si en su brevedad destila el dinamismo de la existencia? Es éste un camino bien marcado en la poesía mexicana del siglo XX. Pero además, Bracho emprende la búsqueda de la interioridad, a la manera de Dolores Castro, igual que otras poetas nacidas en los cincuenta, como Pura López Colomé, Blanca Luz Pulido y Miriam Moscona. Comparte con ellas el asombro ante los objetos que pueblan el universo, ante la imagen de Dios.
Además de la consabida carga de erotismo, con la que se ha reconocido la obra de Coral Bracho, es palpable la construcción de una poética del ser que contiene el dinamismo dialéctico de la vida y de la muerte. En el eterno transcurrir, la vida ocurre como inmanencia. El instante lleno, eso que podemos llamar in actu, es la estrategia metafórica que sigue Coral Bracho para contemplar al ser. Las ruinas, la noche, el sueño son elementos que determinan sus imágenes.
En Peces de piel fugaz la poeta ubica la certeza del instante a partir de la mosca que “abruma con suaves toques la delgada corteza del espacio”2. Pero así como la mosca, el fuego aparece incisivo: “entra, como salta la hiena /a la carne silbante de los sauces” (Ibidem). El tiempo necesita de los objetos para hacerse palpable; lo demuestran el vuelo de la mosca y el fuego. En esta relación, todos los seres entran en la ronda del tiempo, son tocados por su dinamismo, todos circulan en sus aspas y participan de su fuerza hasta determinarlo. Así, Bracho construye su poética y ubica cuatro zonas en las que se mueve el ser: el núcleo, el humus, el borde y el halo.
El núcleo traga, devora, es “cavidad imantada que transforma” (Ibidem). El humus es lo que rodea al ser en su temporalidad; la poeta le da textura: esta zona es lisa, viscosa, tiene la necesaria destilación del tiempo para que el ser se dé en el mundo; es “zona de caudal inconsciente, el área más próxima al núcleo” (Ibidem, 26). El borde “es el perfil externo de la esfera” (Ibidem), lo que se alcanza, al percibir la temporalidad del ser. Por ello el borde constituye las protuberancias, los momentos más álgidos en los que el ser se debate. “Los fragmentos que la conforman se expanden indefinidamente y crean a veces espacios muy diluidos de intensa claridad acústica y lumínica” (Ibidem, 25). Luego, en una nota, la poeta aclara: “El paso de los seres al núcleo es más sorpresivo y brusco desde las áreas de conciencia difusa” (Ibidem). Por último, la poeta ubica como zona temporal al halo: “Es una superficie blanda, compacta, que gira en posición anular respecto al borde” (Ibidem). El halo es representado como el giro constante del ser, como las aspas en las que el ser debate, la convulsión de sus actos, la habilidad elástica del tiempo.
Estas zonas representan la manifestación del ser que aspira, que sueña, que se debate. Con ello Bracho iguala en circunstancias el origen de la vida y de la muerte. El ámbito es igualmente difuso y las señales que emiten esos momentos son las protuberancias; es decir, los bordes que finalmente determinan al ser. Porque desde la primera manifestación de vida, aun emergiendo del esperma, el ser está marcado como “el ser que va a morir”. Así manifiesta su trascendencia en los peces de mármol, pétreos, de vidrio que, sin embargo juegan, se deslizan; peces que nos recuerdan a Sabines con el poema “En los ojos abiertos de los muertos” o a Villaurrutia con “Nocturno en que nada se oye”.
En este “suave oráculo espeso” se determinan también el halo erótico y el halo divino. Estos contrarrestan los abismos del olvido y de la muerte. Configuran asimismo las raíces abiertas y penetrables del cuerpo que se erige para alcanzar al otro, al amado. Pero el cuerpo también aspira a lo divino, porque las protuberancias del ser no se dan sin la presencia del humus, de los sueños más profundos que arrastran lo inesperado al núcleo del ser que busca, a tientas, ciego, en abandono pero espera siempre, como bien lo podría dibujar Sabines.
El poema “En esta oscura mezquita tibia”, de Peces de piel fugaz, contiene un paralelismo entre el halo erótico y el halo divino. El cuerpo del amado y el espacio de una mezquita ocupan la misma imagen. La voz lírica engarza cada elemento del espacio con los muslos, con el olor suavísimo del amado: “Sé de tu cuerpo. Los arrecifes, / las desbandadas, / la luz inquieta y deseable” (Ibidem, 39). El conocimiento del cuerpo es el conocimiento de la mezquita tibia con sus huertos agrios, sus fuentes, sus patios. Luego las columnas, los talles, los arcos, se funden con la imagen del amado como si el canto proviniera del Cantar de los cantares.
El cuerpo es la naturaleza misma en alegoría, como ocurre en Piedra de sol de Octavio Paz: “(En tu vientre la luz cava un follaje espeso que difiere las costas, que revierte en sus aguas)”. El cuerpo es contenedor de todo lo creado: “(En tus ojos el mar es un destello abrupto que retiene su cauce)” (Ibidem, 40). La mezquita del cuerpo tiene los extremos: el desierto y el mar; lo líquido y lo sólido. Luego aparece el crepúsculo, “el viento crece, tiñe, se revuelve, se / expande en la arena ardiente” (Ibidem, 41). Así, la luz recorre el cuerpo y es como si el cuerpo estuviera dando cuenta del día: aparecen las sombras, la noche. Y en ese ámbito, todo se quema, arde: “toda la noche inserta bajo ese nítido crepitar)” (Ibidem). Lo que queda son “rastros secos, engastados; Estaño / en las comisuras; sobre tus flancos: Liquen y salitre en las / yemas. / De entre tus dedos resinosos” (Ibidem, 42). Como los peces, llega la “noche arriba”, la voz se desliza, se une al recuerdo. Todo viene como “una oscura tajada”. La noche es el espacio del delirio, del recuerdo, de la presencia tibia del otro. La imagen del cuerpo contempla por sí sola las cuatro zonas enunciadas por Bracho; se puede ver como el núcleo dentro la concepción del universo a la que nos encamina la voz lírica.
Pero si todo lo que rodea al ser se ubica en una atmósfera confusa, de sombras y de noche; si desde allí el ser se debate entre la vida y la muerte; Bracho no deja a la deriva la zona del núcleo en la que se origina el principio de Eros. “La semilla es el cuerpo del placer” (Ibidem, 43), enuncia la poeta. Ese centro minúsculo contiene todo, apunta a todo lo que en derredor existe. La semilla indica el núcleo, pero también el movimiento íntimo. La semilla equivale al corazón que le da movimiento al cuerpo3, pues el cuerpo del placer es “su firmeza rugosa”. La semilla es el motor del deseo, incita al cuerpo “a que la recorra, a que la cubra con / minucia”4. Luego, entre la semilla y el cuerpo, Bracho marca el dinamismo: “Se presionan, se buscan, con delicada lentitud” (Ibidem). En ese tocarse, aparece una gaviota, el vuelo como símbolo de movimiento, pero también de realización del ser. Entonces surge “el primer resplandor del agua”, un jardín. Bracho está muy cerca de Pura López Colomé al representar ese mundo interior, la espiritualidad del ser. Comparte también con Blanca Luz Pulido este espacio; sólo que Bracho lleva la imagen poética al punto de la sensualidad y el erotismo en donde dialoga con Moscona. Esto define a las poetas nacidas en los cincuenta: la demostración de un mundo en el que el cuerpo es contenedor del universo; referencia del origen; y con ello muestran lo más íntimo del ser: su erotismo. Espiritualidad, sensualidad, en combinación con los elementos cósmicos.
El mundo de Bracho es predominantemente sólido; pero sólo se llega a ese estado si recorre el agua, la humedad, el musgo, el barro y finalmente la resina, la piedra. Es como si el ser se petrificara, adquiriera cuerpo cuando la semilla empieza a funcionar como núcleo. ¿Qué filosofía, qué manera de ver el mundo nos muestran poetas como Bracho? El ámbito del placer se extiende a toda manifestación de vida. Bracho utiliza el sentido del gusto, por ello las frutas ocupan este imaginario: Pero antes de las frutas aparecen las flores, las amapolas, los pájaros y el cazador; sin embargo se delinea ya el gusto: “La amplitud es el ámbito del placer en el auge de lo henchido y jugoso” (Ibidem, 44). Los sentidos juegan un papel importante en la determinación de lo erótico. El olor del mango, la guanábana. Así, el ámbito del placer “es la ebriedad sedosa en su velamen encendido / como un tamiz a la guanábana entreabierta; como un vitral a su blancura deleitable y sutil” (Ibidem, 46). Con un guiño al poema número 13 de Espantapájaros, de Oliverio Girondo, Bracho ubica el ámbito del placer de las frutas en equidistante diálogo con el placer del cuerpo: “Se van rodeando, van degustando los recodos, se van / fundiendo, / van abordando el linde, // se van cediendo, / van saboreando en los recodos, se van abriendo, / se van hundiendo, van abordando / El vínculo, el placer en el roce; // su leve movimiento” (Ibidem). Pero el ámbito del placer está definido por la noche y la semilla. Luego, en el poema “Abre sus cienos índigos al contacto”, Bracho nos muestra la embriaguez de la relación sexual: “De tu boca, de tus ojos ahondados bebo, de tu vientre, en tus flancos; / entre mis manos arden se humedecen” (Ibidem, 47). El roce de los cuerpos genera el ámbito del placer: “Busco integrar tu sexo (lava que se repliega, costa, para / envolverlo, lago adensado el ritmo” (Ibidem, 48).
La luz es el toque mágico para que todo inicie, como ocurre en el poemario Aurora, de Pura López Colomé. Entonces el mundo se convierte en templo, la vida en rito: “—somos transparentados, engastados, vertidos por ese espacio” (Ibidem, 53). La plaza cobra vida, se vuelve líquida; pero llega la noche y con ella la vida espesa se hace piedra, linde cobrizo, medular. En ese instante arquetípico, petrificado, es donde Bracho ubica al ser con mayor incidencia tanto en Peces de piel fugaz como en La voluntad del ámbar. Las plantas, la tierra, los animales se abren a la noche inmensa, a los “signos de la obsidiana, del pedernal, / de la roca pulida, acerada por agua” (Ibidem, 55). Todo se resuelve en el “instante granuloso”, en el tránsito del tiempo; el tiempo como espejo, contorno rectangular, objeto rampante en que el día se desliza: “eco entre las formas sin junturas” (Ibidem), eso es el tiempo que les da forma y borrosidad a los objetos; los vuelve líquidos y pétreos, les da volumen: “Vitrales en lo sucinto; volumen, dispersión vectorial en los / aspectos que delinean” ( Ibidem, 56).
Como en Ese espacio, ese jardín, Coral Bracho apuntala en el conjunto de su obra poética, los arquetipos del tiempo a partir del camino y del espejo. En ese juego de luz y opacidad nos envuelve el tiempo como ramal finísimo, como cauce cambiante. La ciudad entonces se vuelve espectadora de lo que nace y muere: “—En sus ojos pulidos, inmutables, detiene / la añoranza de lo que ve morir, / de lo que fluye ante ese tiempo cortado” (Ibidem, 58). La ciudad alcanza la personificación más alta: mira, tiene voz, tiene movimientos escuetos y graves, “sus ojos cortan el espacio que callan”, “acalla las distancias con vaho, con brillos, con / bálsamos ahumantes; / ciudad que ofusca, que ensombrece como un aroma” (Ibidem, 59, 60) y en ella todo lo engarzado, la vida como pulpa que se aferra. La ciudad arde, se enciende en el umbral de la noche. Todo ocurre en el instante cíclico. Lo muerto se revela en hacinante lentitud, las sombras llegan como variantes del arquetipo; los perros son la manifestación más lapidaria de la vida; la luz deslinda, deja ver los hilos líquidos de los objetos. De esta manera, la poeta entabla un diálogo con las imágenes de Cuarto de hotel, en donde manifiesta entre un juego de luz y sombras, las borrosidades del ser, el encuentro y confusión con los otros, lo simultáneo, el humus y el halo que lo rodean.
El poema “Tiempo reflejante” de Peces de piel fugaz inicia con un epígrafe de Nietzsche sobre la imposibilidad del hombre de conocerse a sí mismo. “¿No le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso las relativas a su cuerpo, con el fin de desterrarlo y encerrarlo en una conciencia altiva y quimérica? ” (Ibidem, 66). En esta lucha por el conocimiento propio, viendo al hombre como origen y punto de partida, como eco del mundo, como origen del mundo, Bracho ubica al ser. Podríamos decir también que es una concepción existencialista a la manera de Sartre la que nos deja cuando afirma: “Y mientras buscan la oscuridad una membrana se / extiende por sus miembros, que se van achicando” (Ibidem).
Como si estuviéramos frente a una diapositiva, Bracho pone entre corchetes la descripción del humano, su origen. Las algas, el agua, los humores espesos, las sombras, las costas opresivas parecen marcar el vientre como el espacio en donde el ser se mueve; el vientre es entonces el “estanque discontinuo” del mundo. El vientre es como el mar, como el entorno en el que se mueven los seres.
En el momento del parto, el feto aparece en trance entre las sombras del vientre y las sombras del mundo. La mujer separa lo vivo de lo muerto y el nuevo ser descansa en un lecho suave y vidrioso. Este ámbito lo reafirma en el poema con el que abre la tercera parte del poemario Peces de piel fugaz. Allí el agua es el símbolo esencial: agua de medusas, láctea, de bordes lúbricos, agua matricial, sinuosa, “agua sedosa de involición, de laguidez / en densidades plácidas. Agua, agua” (Ibidem, 78). Según Bachelard sería agua dulce, del vientre materno; pero Bracho rompe con la imagen cósmica bachelariana y la ubica en paralelismo con el mar: es un agua tormentosa, angustiante, de lucha desde su origen.
El ser es temporal y se resuelve en múltiples vertientes que atienden las cuatro zonas enunciadas arriba: núcleo, humus, borde y halo. Por un lado Bracho muestra los arquetipos de la inmanencia, la representación del instante como el momento justo en que la abeja toca el agua, la mosca urde el espacio, el fuego enviste o se determina el feto en el vientre materno. Desde la semilla en el esperma o el corazón del hombre, Bracho hace palpable el desplazamiento del placer en el que se confunden ¿o se mezclan? los impulsos primarios de la vida y de la muerte. Porque el humus del ser es como el humus del río, como el sedimento que va dejando a su paso. Aunque los arquetipos del tiempo como el camino, den paso a la puerta, la ventana, el dintel, el umbral; el ser, como el río, nunca se detiene. Entre sus bordes y el halo al que aspira, el ser es torbellino, una especie de espiral que quiere llegar a la eternidad, y queda, sin embargo, enmarcado en una visión agustiniana: “Lo que no es comienza a ser con vehemencia/ […] “bajo ese tiempo sin huellas […] lo que es/ ya no es”5.
References:
Bracho, Coral (1988). Bajo el destello líquido. (Poesía 1977-1981). México: FCE, Letras mexicanas.
Bracho, Coral (2007). Cuarto de hotel. México: Era/Gobierno del estado de San Luis Potosí.
Bracho, Coral (1998). La voluntad del ámbar. México: Era.
Bracho, Coral (1981). El ser que va a morir. México: Joaquín Mortiz.
Bracho, Coral (2003). Ese espacio, ese jardín. México: Era.
Bracho, Coral (1977). Peces de piel fugaz. México: Ediciones la máquina de escribir.
Gordon, Samuel (2004). Poéticas mexicanas del siglo XX. México: Eón / UIA.
Vergara, Gloria (2007). Identidad y memoria en las poetas mexicanas del siglo XX. México: Universidad Iberoamericana.
Vergara, Gloria (2007). “Los arquetipos del tiempo: visión y revelación en las poetas mexicanas nacidas en los años cincuenta”, en Gloria Vergara (coordinadora), Acercamientos críticos a la literatura mexicana. México: Praxis / Universidad de Colima, 41-58.
1 Coral Bracho nació el 22 de mayo 1951, en la Ciudad de México. Estudió Lengua y literatura hispánica en la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde es profesora. Colaboró en el Diccionario del español de México y en el consejo de redacción de la revista La Mesa Llena. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha publicado: Peces de piel fugaz (1977), El ser que va a morir (1982), Tierra de entraña ardiente (1992, con la pintora Irma Palacios), La voluntad del ámbar (1998), Ese espacio, ese jardín (2003), Cuarto de hotel (2007), y los libros para niños: Jardín del mar (1993), Los amigos primero (1994), con Christine McDonnell y Marcelo Uribe, A dónde fue el ciempiés (2007), y las recopilaciones de sus poemas: Bajo el destello líquido (1988), y Huellas de luz (1994 y 2006). Ha traducido Rizoma, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, y Apuntes angloafricanos, de Doris Lessing. En 1981 obtuvo el premio Aguascalientes por su poemario El ser que va a morir. En el 2000 fue becaria de la Fundación John Simon Guggenheim y en el 2003 le otorgaron el Premio Xavier Villaurrutia por Ese espacio, ese jardín. En 2007 obtuvo el reconocimiento del Programa de Aliento a la Obra Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. Sus libros han sido publicados en varios países y traducidos al inglés, portugués y francés.
2 Coral Bracho (1988). Peces de piel fugaz, en Bajo el destello líquido. (Poesía 1977-1981). México: FCE, Letras mexicanas, p.24.
3 Resulta muy cercana la visión de Coral Bracho con la que Pura López Colomé propone en su poemario Aurora.
4 Coral Bracho (1988). Peces de piel fugaz, op.cit., p.43.
5 Coral Bracho (1998). La voluntad del ámbar. México: Era, p.56.